La tremenda popularidad de su discurso racista, xenófobo, abiertamente autoritario y basado en argumentos ‘ad hominem’ tiene a los intelectuales estadounidenses boquiabiertos. Los columnistas barajan teorías, los comentaristas políticos de radio tratan de crear un perfil del seguidor promedio de Trump. Incluso, actrices latinas como América Ferrera optan por un sarcasmo insatisfactorio.
¿Cómo explicar esto? Se interrogan unos a otros, lívidos, en las páginas del ‘New York Times’, en ‘Democracy Now’, en CNN y en el ‘New Yorker’. La negación los ha llevado a creer que todo el país comulga con la idea de un presidente negro y que nadie apoyaría prácticas bárbaras como el ‘waterboarding’. Pero sí, un buen porcentaje estaría dispuesto a votar por Donald Trump, por un magnate sin la menor experiencia en cargos públicos, pero con suficiente dinero para hacer tambalear los cimientos demócratas.
Si sumamos esto a lo dicho el 10 de marzo por Barack Obama, que la retórica de Trump no dista mucho de la de los otros candidatos republicanos, nos encontramos con que prácticamente la mitad del país comulga con un cierre de las fronteras, con la promoción abierta de la islamofobia y con el deseo de preservar la cultura del tío Sam lo menos latina y foránea posible. Los analistas no quieren ver que los esfuerzos titánicos por superar el racismo y la supremacía aria solo habían logrado ‘enclosetar’ a los entusiastas del KKK y a los que añoran los tiempos belicosos de George W. Bush.
Donald Trump ha sacado del closet un nacionalismo exacerbado que siempre ha estado allí. Ha hecho que, como antaño, la hegemonía del inglés y de la cultura derivada de Europa sean sinónimo de patriotismo. Los sociólogos pueden seguir en su delirio por comprender a los seguidores de Trump sacando de la ecuación el extremismo de corte nazi, pero eso les impedirá ver la realidad a la cara. Por más corrección política, por más esfuerzos por integrar a las minorías y darles voz a las negritudes y a los inmigrantes, es innegable que estamos ante una generación de votantes dividida entre un progresismo admirable y una caverna retardataria. No sorprende, por lo tanto, el entusiasmo enardecido por un cincuentón que parece sacado de ‘Mad Men’ y teletransportado a 2016 con un bronceado al estilo de Hugh Hefner.
A muchos les seduce la imagen de esta estrella de ‘reality’, con su retórica de odio y sus comentarios desobligantes hacia la mujer del corte “si no fuera mi hija, pensaría en salir con ella”. La América profunda, la de hombres y mujeres que no han salido nunca de su Estado, que llaman ‘México’ a toda Latinoamérica y que tienen el cerebro lavado con una cartelera hollywoodense pro gringa, es la que votaría por Donald Trump. Ese mismo Estados Unidos religioso, poco amigo de la academia, de la evolución y temeroso de un –altamente inviable– ataque de EI es el que levanta el brazo en los eventos de Trump en un ángulo idéntico al saludo del Reich y el que hace que el mundo se pregunte ¿cuánto tiempo más tendrá que pasar antes de que Estados Unidos acepte que la mitad de su población todavía vive en los años cincuenta? Tal vez esperarán al golpe nefasto de la victoria de este ‘Don Draper’ del siglo XXI.
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE
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